El viernes de madrugada mi ebrio pasado tiraba
piedrecitas literalmente hacia mi ventana. No era mi Romeo, ni yo ya su
Julieta. Una voz de ultratumba perturbaba mi paz pronunciando una y otra vez mi
nombre entre susurros gritones que no me apetecía escuchar. Otra vez él.
Los gatos aún andaban por los tejados pero el mío se dejó
coger una vez más por ti. La última. Te reconoce todavía, pero yo no. ¿Quién
eres, qué quieres, por qué vienes? Ya no eres tú, SOY YO.
Te dejé pasar hasta el recibidor de mi casa: la puta
calle. Un columpio para sentarme a escuchar “berdades” como puños no era el
mejor escenario. Hubiera preferido una silla eléctrica para achicharrar cada
una de tus palabras antes de que llegaran a quemar el poco corazón que aún te
guardaba. Humo. Ya no me fumo el humo de
tu boca.
Ni una, ni dos, ni tres, ni cuatro, ni cinco, sino SEIS
veces. Seis perdones que nunca mereciste. Sin ya ser nosotros, volví a confiar
en ti y en mí. Solo una condición, una. Por cursi que sea no me gustan los
polvos decorados con purpurina de colores. Me mentiste una vez más con un único
fin: “necesitabas mi cuerpo”. Imperfecto pero generoso con los muerto de hambre.
Asco.
Mientras me penetrabas el cerebro a gatillazos sonreía de
placer. Ya no eras tú, ERA ÉL. Miraba al cielo y aunque no veía sus estrellas
volví a ver nuestra Luna. Una estrella fugaz que inmortalicé para compartirla mientras
me mirabas. “Pide un deseo”, le dije. Era el cómplice de tu urgente asesinato.
Eras mi tierra,
ahora mi humo. De serlo todo,
yo fui tu polvo. Mi sombra. Por fin la nada.